domingo, 21 de abril de 2013

Ventajas (eróticas) de no saber idiomas

- Conozco a un tío que es ideal para ti.

Bien. Siempre que oigáis esta frase, salid corriendo. 

También podéis reaccionar de formas más adultas:
a) asentir y acudir a la cita propuesta,
b) asentir y buscar excusas infinitas para postergar la cita propuesta,
c) asentir y evitar a la amiga que os haya dicho la frase en cuestión hasta que se olvide la cita propuesta.

En mi caso, que ando un tanto vulnerable últimamente, acabé diciendo que sí a mi amiga Sandra, que vale, que de acuerdo, que tampoco perdía nada por conocer a ese tío que era "ideal para mí".

Los motivos por los que un tío es "ideal" para nosotras según nuestras amigas son también muy diversos aunque, como los mandamientos bíblicos, se resumen en dos: "porque está tan disponible como nosotras y con tantas ganas de amar al prójimo como de amarse a sí mismo". En este caso, por supuesto, mi "tío ideal" cumplía las dos premisas, porque andaba tan necesitado de un polvo como de lamerse las heridas tras el divorcio de su mujer, de la que me habló en el 70% de la cita a ciegas que mantuvimos y que, en realidad, gracias a los abundantes jpg que habíamos intercambiado antes, tampoco fue tan ciega.

Confieso que no habría dicho que sí si no hubiese visto ese reportaje. Aunque habría dicho que no si hubiera sabido que las fotos en las que aparecía con culo más que aceptable eran de, al menos, cinco años atrás. "Antes de la crisis", me dijo. Y me jodió mucho la idea de que la maldita crisis no solo haya arruinado nuestros bolsillos, sino también nuestros mejores culos.

La cena fue espantosamente aburrida, salvo por las interrupciones de un camarero torpe y novato que ni dominaba el español -acabé sabiendo que era holandés- ni el oficio de la hostelería. Hubo suerte y, mientras mi hombre del ex-culo ideal me hablaba de su hijo (como si yo no tuviera bastante con el mío), el camarero derramó (¿por accidente?) una copa sobre él, invitándole a una urgente salida al aseo que yo aproveché para dialogar con el camarero en cuestión.

Este tampoco tenía un culo ideal, pero era mucho más joven que yo (treinta y poquísimos), tenía una mirada un tanto turbia, dos metros de cuerpo por indagar y unas manos enormes que prometían ser mucho más hábiles sobre mi cuerpo que con los platos..., así que, en uno de esos homenajes cinéfilos que me gusta marcarme en mi nueva (y promiscua) vida, le deslicé mi número de móvil en una servilleta. El camarero se rió -le debí de parecer una antigua- y fue mucho más práctico. "Marcho a dos treinta. Ven por mí" y me sonrió de tal modo que superó su tosquedad verbal y me hizo sentir la más deseada Jane en busca de su Tarzán de los Países Bajos.

Mi hombre ideal volvió del baño y retomó el tema por el mismo curso de la ESO -su hijo, un prodigio académico, da para un monólogo- donde lo había dejado. Me inventé una llamada, fingí hablar por un móvil que, por supuesto, no había vibrado y me escapé de allí tan pronto como pude. Refugiada en un bar -en el que, y eso ya ha dejado de sorprenderme, nadie me miró- hice tiempo hasta que llegaron las "dos treinta". 

El resto de la noche, gracias a las dificultades comunicativas entre el camarero -que apenas hablaba español- y yo -que no tengo ni idea de holandés-, fue estupendo. Porque, básicamente, nos limitamos a nuestros cuerpos, a hacer el amor tantas veces como su cuerpo estuvo dispuesto a ello -y, milagros de los treinta, fueron unas cuantas- y a disfrutar del placer que provoca la ausencia de la palabra entre dos ansiosos desconocidos.

Mi hombre ideal -con niño igualmente ideal- ha dejado ya un par de mensajes en mi whatsapp, así que preveo que no va a ser tan fácil quitármelo de encima como yo pensaba. Pero supongo que el silencio lo acabará entendiendo. Solo que el suyo es un silencio de omisión. Y el silencio con mi camarero internacional es un silencio de mutua sumisión. Dos palabras que, por mucho que se parezcan, está claro que no son lo mismo...

martes, 5 de marzo de 2013

Sexo nostálgico

No se por qué dije que sí. 

Se suponía que mi Facebook iba a ser solo para los amigos de verdad, pero pronto se convirtió en un recogetodo en el que cabe gente a la que apenas conozco y a la que, para qué negarlo, tampoco tengo interés alguno en conocer.

Su solicitud era una más. Incluso estuvo a punto de pasarme desapercibida entre las invitaciones a eventos absurdos y a juegos más absurdos todavía. Estuve a punto de aplicarle el mismo "No, ni de coña" que pulso cada vez que me invitan a formar parte de la jodida granja (¿quién coño quiere plantar hortalizas virtuales, por favor?), pero hubo suerte y su pregunta se salvó de la quema.

En las fotos estaba más o menos como lo recordaba. Solo que con veinte años más, claro. Pero la verdad es que Sergio -es un nombre falso, sí, pero es que prefiero seguir siendo prudente...- había madurado tal y como se podía haber esperado que lo hiciera. Verlo en la pantalla me hizo pensar en esos programas fotográficos que te proyectan cómo vas a ser en el futuro. Pues ese, exactamente ese, era su caso.

Seguía siendo delgado. Fibrado. En la universidad practicaba atletismo y algo queda en él de aquellos tiempos (o al menos, eso parecía en las imágenes). Con menos pelo. Rabiosamente corto. Y una perilla -con punto travieso- de hombre interesante que parece que se niega a asumir su madurez. 

Me gustó. Sí. Muchísimo. Y recordé aquellos besos rápidos en el césped de la facultad. Y aquel primer polvo -empecé tarde, supongo- en casa de mis padres un fin de semana en el que tuvieron a bien dejarme el piso solo para mí. Fue todo un desastre, por supuesto, y apenas me dio tiempo a calentar cuando Sergio -me habría gustado que se llamase así: Sergio es un nombre que sí me excita- se corrió demasiado pronto. Y con demasiado ruido.

Era tentador responder su solicitud con un mensaje. Un "te acuerdas" con el que alentar una nostalgia que, en realidad, no es cierta. Pero la nostalgia es una emoción cómoda, porque nos permite construir recuerdos que jamás existieron. Camuflamos la realidad gracias a la fragilidad de la memoria y convertimos en un amor postadolescente lo que no fueron más que unos cuantos magreos de primer año de carrera.

Sergio me siguió el juego. Seguramente ayudó que haya acabado de divorciarse hace apenas unos meses. Que esté en plena bronca legal con su ex. Que le supere todo lo que le esté pasando y que necesite algo con lo que distraerse para no pensar en el presente de mierda que tiene encima.

A mí intentó contármelo, pero le pedí que se frenara. El café para ponernos al día solo era una excusa. Tanto como para pedirle que lo tomásemos en su apartamento. Vacío. Sin apenas nada. El lugar de alguien que ha perdido su sitio y que acaba de aterrizar en un nuevo planeta. Se llama soledad, Sergio. Pero eso mejor se lo cuentas a otra. Yo no he venido a tomar partido. A ella no la conozco. A ti tampoco quiero conocerte. A ti quiero poder inventarte a partir del recuerdo de un amor de juventud que, tú y yo lo sabemos, tampoco fue. De ti solo necesito que me arranques el orgasmo que veinte años atrás no supiste ni siquiera intuir. Y poco más.

Por supuesto, él lo entiende. En el fondo, tampoco ha quedado conmigo para mucho más. La tentación de desahogarse era esperable, pero la frena rápido y cambia sus quejas por caricias. Algo voraces. No es delicado, pero esta vez no me importa la rigidez de su cuerpo, al revés, me excita sentir cómo se tensan sus brazos alrededor de mi cintura, cómo maneja sus piernas -tan anchas como las recordaba- sobre las mías, cómo se abre camino con una aspereza calculada hasta mi sexo, demostrándome que a la fuerza del atleta que fue le ha sumado la técnica del amante que, después, sí ha sabido ser.

Es un encuentro inesperadamente largo. Con un orgasmo inacabable al que sigue la tentación del abrazo. Un beso final en los labios. Suave y demasiado intenso. Pero no es un beso a nadie que no sea esa imagen de una juventud que ya no es. Y que nos gustaría que ahora sí fuera.

Venzo la nostalgia de ese ayer que estamos inventando en este hoy y me visto deprisa. Él ni siquiera se levanta. Enciende un cigarro y me mira erguido en la cama, todavía desnudo, con ese pecho exageradamente fuerte para alguien de su edad. "Nunca dejé el deporte" y se ríe porque le gusta que le mire. Que lo observe. A mí me cuesta no volver la vista hacia atrás -odio volverme sal, odio echar de menos- y con las prisas siento que olvido algo en ese apartamento.

En el taxi, aún nerviosa por un sexo demasiado intenso -hacer el amor se vuelve peligroso cuando se ajustan cuentas con nuestro pasado- miro con calma mi bolso y me doy cuenta de que las llaves de casa no están. Puedo pedirle al taxista que pare. Puedo volver allí. Puedo aguantar la mirada a Sergio y coger esas llaves. O puedo admitir que hay algo en él que hoy ha conseguido desarmarme y decirle que suelte ese puto cigarro y me meta de nuevo en su cama. Entre sus brazos. Entre sus piernas.

Decido que lo mejor será inventar en casa. Así que cuento que las he perdido. Que no sé dónde están. Que lo mejor será cambiar la cerradura. Y Leo, mi marido, suspira con fastidio. Y mi hijo también. Y yo solo pienso en que alguien, ahora mismo, tiene esas llaves y podría entrar con ellas en mi piso. En mi dormitorio. Y, si se lo propusiera, hasta en mi vida.

En adelante, creo que lo único que aceptaré de Facebook serán las invitaciones a esa puta granja. Lo demás es demasiado complicado. Al menos, para mí.

jueves, 21 de febrero de 2013

Solo real

- Es cuestión de actitud.
- Es cuestión de técnica.
- Es cuestión de oportunidad.

No sé quién de los tres -Lorena, Jorge o Inma- tiene razón. Solo sé que si espero a que mis amistades se pongan de acuerdo, lo más probable es que siga instalada en una sequía sexual que no me apetece nada que se perpetúe.

Así que, como he decidido que la cobardía no contribuye a la felicidad, he pensado que quizá no fuera mala idea apostar por esa técnica de la que hablaba Jorge. Le he dejado redactarme un nuevo texto para mi perfil en la página de contactos donde oculto esta identidad que, en realidad, cada vez es más mi verdadero yo y he esperado a que el texto -escueto y contundente- diera resultados.

"Solo sexo. Solo con foto. Solo real."

Se ha hecho esperar mucho más de lo que yo creía. Según Jorge, que está absolutamente enganchado a las aplicaciones gay de su iPhone, el resultado iba a ser inmediato. Pero está claro que a los hombres -hetero- les sigue asustando que nosotras seamos tan directas. Que no nos andemos por las ramas. Que no pretendamos disfrazar de seducción sofisticada lo que queremos que sea solo un rato de sexo de calidad. Evasión sencilla, discreta y, por supuesto, sin consecuencias, para que no haya interferencias con nuestra otra vida (esa vida que llamaría real si no me pareciera, cada día que pasa, más irreal).

"Tengo ganas de sexo. Tengo foto. Soy real."

Tan conciso en su respuesta como en mi reclamo. Una foto aceptable. Una realidad apetecible. De mi edad, calvo y con una nariz prominente. Rasgos en el límite de la asimetría y, sin embargo, profundamente atractivo. Morboso. Con un rostro anguloso y una mirada incisiva que parecía querer atravesarme desde la pantalla. La imagen prometía y mi tarde, cargada de reuniones estúpidas en la discográfica, no lo hacía en absoluto.

"¿Recoges tú al crío? Hay que llevarlo a judo y voy a llegar tarde. Reunión de última hora..."
Leo está escribiendo... En línea... Escribiendo... En línea
"Ok"

A mi marido le ha costado contestarme que sí. Es lo bueno del whatsapp, que ahora sabes cuántas dudas generan tus preguntas -y peticiones- cada vez que las formulas.  Por fin, una vez resuelta la logística familiar, he pasado a concretar las coordenadas del encuentro. 

En su piso. En el centro. A las 19.30. Sin nombres reales.

Mejor así. No quiero darle mi nombre real a nadie. Tampoco a él. Ahora mismo mi nombre real ha dejado de serlo. No existo fuera de la mujer que invento. Y eso, de repente, me hace sentir una libertad que hace demasiado tiempo que no experimentaba.

Abre la puerta. Es más alto que yo. Algo más corpulento de lo que lo imaginaba. Hombros fuertes. Anchos. Me gustan los hombres con las espaldas pronunciadas. Me excitan los cuerpos que, por sus dimensiones, casi amenazan con provocarme vertigo. Barba de un par de días. Cuidadamente descuidada. Camisa ajustada. Entalladísima. Se conserva bien. Y se nota, de un solo vistazo, que se gusta.

- Has sido muy puntual.
- No me gusta que me esperen. Ni que me hagan esperar.

Y él no lo hace. Nos evita la conversación y acerca sus labios a los míos. Una mano rodeando mi cintura y la otra recorriendo mi espalda. No es rudo en sus formas, pero sí algo brusco. Controla los movimientos y le gusta hacer notar su fuerza mientras me devora en un beso que tiene más de animal que de tierno. Por un instante creo que siento miedo. Me pregunto si la fantasía no puede tener una cara oculta y tengo la tentación de separarlo. Marcar territorio.

No lo hago. Después de todo un día batallando y ejerciendo de líder -familiar, personal, laboral- en diferentes ámbitos, me hace sentirme bien esta sensación de dejarse llevar. Este saberse arrastrada hacia la cama. Desnudada con una agilidad que revela un asiduo entrenamiento. Se ve que la seducción rápida la practica tanto como las pesas. Me excita su destreza. Su falta de tacto. No lo necesita. Ni yo tampoco. Hoy no quiero empatía. Hoy quiero morbo. Hoy quiero gritar y sentir que me divido en dos de puro placer. Eso es todo lo que vine a buscar. Lo que intuyo que este hombre puede darme.

La ropa, desordenada en un rincón del pasillo. Nos hemos desnudado por el camino. Es difícil recorrer el camino al dormitorio con la ropa a medio poner. En la cama, decide él la postura. Los movimientos. Las zonas de mi cuerpo que quiere recorrer. Las zonas de su cuerpo que quiere que yo recorra. Me divierte hacer con él ese viaje. Dejarle que me muestre el rumbo y convertirme en el objeto de su deseo. Me gusta sentir, desde el primer contacto, esa gigantesca erección que no baja ni un segundo en todo el encuentro. Esa prueba brutal -me gusta cuando tan solo somos animales- de que esto que sucede aquí es real. Sí. Solo real. Desde mi irrealidad.

Y gimo. Y grito. Y no permito que el pudor me impida disfrutar del momento. Y él se muestra orgulloso ante mi rendición. Porque su orgasmo no es el momento en que, finalmente, se corre. No, su orgasmo viene justo después del mío. Cuando descubre que ha conseguido su objetivo. Que ha triunfado con sus maneras dominantes y secas. Cuando se sabe objeto deseable del objeto que antes fue deseado. Ahí reside todo su placer. Y, en su reflejo, el mío.

Luego, en el taxi, siento un olor pegajoso a él. A su dormitorio. A esas sábanas. Al sexo juntos. Pienso que debería haberme duchado antes de volver a vestirme, pero el tiempo -siempre el tiempo- hacía que fuera mala idea. Necesitaba volver a casa a una hora razonable. Ahora solo me pregunto si ese olor -esa sensación de llevar la mentira puesta encima- no será una obviedad mucho mayor que la de unos cuantos minutos de retraso.

Pero, por primera vez en mucho tiempo, ni siquiera eso me importa lo bastante. Hoy no. Hoy ha sido tan excitante como, aunque me cueste admitirlo, casi adictivo. Porque empiezo a no saber hasta qué punto quiero que mi vida real siga siendo la que es. Quizá lo que necesito es asumir que mi realidad -la que deseo- está en otra parte. En otros cuerpos. Y en otro olor.

lunes, 11 de febrero de 2013

Usos (eróticos) de Twitter

No sé por qué empecé a tuitear. Es más, ni siquiera sé cómo empecé a hacerlo.

- Es fácil.
- ¿Tú crees, Lorena?
- Hija, que sí. ¿En la discográfica no lo hacéis todos?
- Hay un community manager solo para eso.
- Tienes que abrirte un perfil y probarlo, Gaby. Es divertido.
- No sé por qué, pero dudo mucho que lo sea.

Y lo seguí dudando al principio, hasta que me di cuenta de que aquello que yo escribía sí que era leído y se convertía en un cauce de comunicación con más gente -en realidad, con más avatares: ¿alguien sabe de veras quiénes somos?- en una vorágine creciente que, a su vez, tuvo la culpa del nacimiento de este blog. Supongo que mi anonimia tuitera -porque no soy de las que da su nombre real en la red: eso limitaría mis confesiones- me permite ahorrarme un psicólogo y compartir mis obsesiones, deseos, fantasías y reflexiones con quienes, para mi sorpresa, tienen algo en común conmigo.

Lo que no sabía es que el consejo de Lorena tendría, además, otro tipo de consecuencias. Consecuencias como la de recibir mensajes directos -MD o DM, que nunca sé cómo tengo que llamarlos- de alguien que, solo por sus palabras, ha conseguido intrigarme.

Como yo, no tiene una foto nítida de sí mismo y, desde luego, dudo que su nick sea su nombre real. Pero eso, precisamente eso, forma parte de su magnetismo. No ha usado los halagos convencionales ni -gracias: estoy cansada de tanto circunloquio- ha dado rodeos para camuflar sus intenciones. Creo que las suyas son tan físicas como las mías, aunque sigamos empleando palabras como café o copa cuando queremos decir sudor y sábanas. Eso no importa. El código de la seducción es tan evidente que no se necesita traducción simultánea.

De momento solo tenemos un nutrido intercambio de mensajes y, en mi caso, el miedo de que tanta excitación tuitera -¿esto no es la versión 2.0 de la novela epistolar de toda la vida...?- se quede en nada cuando nos conozcamos. Porque quizá él no me imagine como soy o quizá yo le invento ahora como no es.

El caso es que, después de nuestra conversación, hasta he sentido ganas de acostarme con Leo. Y no porque hubiera más o menos deseo que otras noches -esa palabra hace siglos que murió entre nosotros-, sino porque necesitaba ahogar las ganas que se habían quedado insatisfechas mientras me escribía con mi internauta. "El de los lunes, no me olvides", eso ha escrito. Y a mí, esa idea de tener a alguien al otro lado dispuesto a excitarme para que mis lunes dejen de serlo me ha resultado tan morbosa como apetecible.

El sexo con Leo, la verdad, ha resultado tan rutinario y mecánico como de costumbre, pero imaginarlo con otra identidad diferente a la suya ha conseguido que mi orgasmo no fuera tan tímido, sino un poco más salvaje y, sobre todo, algo menos organizado y previsible. 

No sé qué será lo siguiente. Ni qué le propondré "al de los lunes". Pero es la primera vez que siento que me produce un intenso morbo algo que no deja de ser sencillamente virtual. Y no es que me conforme con el sexo on line, es que empiezo a creer que no me disgusta sumarlo -como un juego más- a la lista de sexos posibles. Y de fantasías necesarias.

Al menos, hasta que deje de suceder en la pantalla y empiece a suceder en una cama. Pero eso, supongo, vendrá después de algún que otro tuit más. Y hasta tendrá -si el sexo es lo suficientemente bueno- su propio hashtag.

Un encuentro (nada) casual

- Es ideal para ti.
- ¿Quién?
- Adolfo.
No me gustan los tíos que se llaman Adolfo. Quizá porque mi primer novio se llamaba así y, como casi todos los primeros novios, era un completo imbécil. 
- ¿Entonces qué?
- ¿Qué de qué?
- Que si quieres que te organice un encuentro.
Jorge está empeñado en que tengo que conocer a alguien. Así que ahora ha decidido organizarme citas con tíos de su sector (teatral), y no es que en él abunde la mercancía hetero, pero a veces sí se pueden encontrar ciertos productos apetecibles.
- Hablas como una jodida comercial.
- Soy una jodida comercial.
- Venga, Gaby, no te simplifiques.
- ¿Adolfo, has dicho?
El encuentro casual ha sido de todo menos casual. Nos hemos encontrado a la salida de una de las obras que produce Jorge. Últimamente le pasa lo mismo que a mí en la discográfica: no lanzamos un solo producto que merezca la pena, así que era difícil explicar qué coño hacíamos los tres viendo semejante obra con semejante público. En teoría, a Jorge le sobraban dos invitaciones -gran excusa...- y por eso hemos acabado sentados en la misma fila viendo un espantoso vodevil sobre mujeres en crisis y con unto insufriblemente rancio y machista.
- Es lo que vende, Gaby.
- Pues es una mierda.
- Eso también.
Jorge no se molesta con mis comentarios. Ni yo con los suyos. Jorge y yo nos queremos demasiado como para no decirnos ciertas verdades. Tampoco todas, claro, que hay verdades que es mejor guardarse para sí.
- Os voy a tener que dejar.
- ¿Y eso, Jorge?
- Hugo, mi ex. Hemos quedado para hablar.
- ¿Hablar de qué?
- No te alarmes, Gaby. Solo vamos a hablar.
- Hablar siempre termina haciendo daño...
- No soy tan débil.
- No he dicho que lo seas.
Adolfo y yo nos hemos quedado a solas, claro. El plan estaba más que diseñado desde un principio, así que tampoco nos hemos molestado en fingir excesiva sorpresa. Yo, durante la función, ya le había hecho un examen completo. Manos fuertes -mi fetiche predilecto-, buen culo, piernas anchas y posiblemente musculadas, piel morena, una barba cuidadosamente descuidada, ojos grandes y expresivos, labios quizá excesivamente delgados -los prefiero carnosos- y espaldas anchas de un hombre habituado a pasar diariamente por el gimnasio. Y no sé si ha sido al imaginármelo en la sala de máquinas, o si me ha convencido su sentido del humor al parodiar el horror teatral al que hemos asistido, o si la culpa la ha tenido mi necesidad de acabar el domingo con algo que fuera mucho menos gris que todo cuanto me había dejado en casa... No sé. No tengo ni idea de en qué momento he perdido la cabeza, pero he terminado dejando que me llevara en coche a casa y he dejado que ese coche nos convirtiera en dos adolescentes que no tienen sitio para echar un polvo y que se conforman con unos cuantos besos y restregones entre el volante y la palanca de cambios.
No sé si ha sido o no muy excitante, aunque ha habido un segundo en que casi le arranco la camisa de pura ansiedad -estaba deseando comprobar si su pecho estaría tan bien dibujado como parece estarlo su espalda- y me he agarrado con fuerza a sus piernas para saber si puedo esperar de sus muslos -y de sus abultados gemelos- que sean tan dominantes como prometen, pero pronto me he dado cuenta de que tanto ajetreo físico quizá no era lo más sensato justo a unos metros de mi casa, porque podía pasar alguien que nos viese, porque quizá no tengo edad para eso de semifollar con alguien en un coche o porque -simplemente- prefiero follar de verdad -y sin medias tintas- en una buena cama.
Adolfo creo que piensa lo mismo. Pero su mujer, no. Así que, de momento, o nos contentamos con restregarnos en uno de nuestros coches, o nos reservamos una habitación de hotel -no sé por qué, pero eso me da algo más de pereza o hasta de culpa- o nos esperamos a que uno de nuestros cónyuges se vaya de viaje de trabajo y nos deje vía libre para terminar lo que hoy solamente hemos empezado.
A mí su nombre me sigue pareciendo horrible. Pero sus piernas, la verdad, han compensado con creces mi fobia onomástica. Total, si tan fácil me resulta mentir a mi entorno, mucho más sencillo debe de ser inventarle a Adolfo un nuevo nombre. Eso, ahora mismo, creo que es lo de menos.

jueves, 7 de febrero de 2013

Sexo de salón

Que sí, que los he buscado y no he visto ni uno. Para mí que lo de los follamigos es una leyenda urbana, al menos, entre las de mi generación. O no, no sé, porque según Lorena la que tiene el problema soy yo, que me empeño en llevarlo todo al terreno de lo emocional. Bueno, eso dice ella, porque yo no creo que buscar un simple polvo sea nada emocional. Sobre todo ahora que no busco enamorarme. Ni apasionarme. Ni nada que no sea excitarme y pasar un buen rato con alguien que me saque de este jodido bucle de lo cotidiano.

- Prueba otra cosa.
- ¿Como qué, Jorge?
Y Jorge se calla, porque es más cómodo el consejo genérico que el consejo práctico, dónde va a parar.
- ¿Alguien del pasado?
- Me da pereza.
- Es factible.
- Es insensato.
- Depende.
- ¿De qué?
- De quién escojas. A mí, a veces, hasta me da buen resultado.

Pero eso no me sirve. No me sirve porque Jorge ha terminado siendo amigo del 90% de sus ex, algo que -en mi caso- se reduce al porcentaje contrario. Ni he tenido tantas relaciones -o Leo apareció demasiado pronto o yo me casé demasiado rápido- ni las he terminado tan civilizadamente. 

- Pues prueba con alguien que hayas conocido en estos años. Alguno con el que no pasara nada pero sí que pudiera haber pasado.
- No hay tantos.
- Venga ya... Siempre los hay. Y en tu trabajo, más.

En mi trabajo, la verdad, hay más mitos -como el de los follamigos- que realidades tangibles. Porque entre los cantantes gays que vendemos como si no lo fueran, las cantantes mimadas que vendemos como si fueran las artistas que no son y algún que otro productor y agente tan hetero como cutre y rijoso no ha habido demasiado donde elegir. Claro que he conocido hombres que merecían la pena, pero o ya estaban con alguien o, si no lo estaban, no se interesaban lo más mínimo en mí.

- Piensa un poco, Gaby.
- Estoy harta de pensar tanto... Ni siquiera para echar un polvo me libro de pensar, joder.
Porque podría ser algo casual. O hasta podría repetirse un error como el del otro día con mi aspirante a estrella... Pero no es lo habitual. Lo habitual es que no me mire ni dios. Y que yo me muera por sentirme mirada. Mierda. Y deseada.
- Busca en tu agenda. En el móvil todos tenemos muchos más números de los que usamos... Seguro que hay alguno que te venga bien precisamente ahora.

Y por eso lo he hecho. Por eso he pulsado sobre el nombre de Armando, porque estaba en la A y porque he recordado que, sin ser nada del otro mundo, sí que lo pasamos bien aquel festival de tecno donde nos tocó tragarnos una música que ambos odiamos y que, sin embargo, dejó unos abultados beneficios en nuestras respectivas empresas.

Podía haberle llamado (qué pereza: odio eso de "¿qué tal todo?" con un "todo" que nunca sé a qué se refiere), podía haberle escrito un e-mail (qué coñazo: como si no tuviera bastante con los que mando en mi trabajo) o podía mandarle un simple whatsapp y tantear el terreno. Teniendo en cuenta mi necesidad de minimizar esfuerzos y maximizar logros he optado, lógicamente, por lo tercero.

"Te acuerdas de mí?"
Seguro que no, pero supongo que habrá hecho memoria -o habrá buscado mi nombre en su Facebook- mientras se pensaba qué contestar.
"Claro :-)"
"Todo bien?"
Mi "todo" no se refería a nada, pero era lo más fácil. No sé, no se me ocurre nunca qué decir en casos como este.
"Sí. Y tú? ;-)"
Sus emoticonos iban subiendo de tono (de la sonrisa al guiño), así que he cruzado los dedos confiando en que fuera rápido interpretando las señales (nada sutiles, por otro lado: mujer con la que hubo tonteo hace unos meses te manda un mensaje que no viene a cuento un día que no te lo esperas en absoluto...) y deseando que no me tocara a mí dar el siguiente paso.
"Sí. Lo normal"
La frase no ha sido seductora. Ni siquiera sugerente. Pero no me ha salido otra cosa. Estaba en el trabajo, cerrando una gira y escribiéndole un mail a Leo para que recogiese él a Adri cuando saliera de su entrenamiento (los miércoles lo llevamos a una sesión intensiva de judo para ver si se desfoga allí y se comunica con alguien, aunque sea a golpes).
"Y qué querías? ;-)"
Un polvo. Sí, eso quería. Yo quería un polvo.
"No sé... Qué me propones?"
Odio hacerme la tonta, pero he aprendido que ellos prefieren que finjamos serlo. Todos dicen que no, pero -como casi todo lo que dicen- mienten.
"Se me ocurre una idea... Te la cuento en mi casa? :-) ;-) :-)"
No sé qué me ha parecido menos sutil, si el sintagma "en mi casa" o el emoticono triple, pero como no buscaba sutileza -más bien, lo contrario- le he dicho que sí.

No hemos hablado gran cosa. Me he limitado a entrar, a quitarme el abrigo, a pedirle una copa y, tan pronto como me la ha dado, le he dejado que arriesgara acercando su mano a mi cintura. Mientras lo hacía he pensado, durante un segundo, que Armando no era ni tan atractivo, ni tan especial, ni siquiera tan alto como lo recordaba. Pero ese segundo se ha desvanecido en cuanto he sentido sus labios en mi cuello. Me ha gustado que comenzara allí, con una voracidad calculada, con sus manos agarrando con fuerza mi cintura, con su sexo apretándose contra mi cuerpo y exigiendo una desnudez que ha sido casi inmediata. Me ha excitado ir dejando la ropa con torpeza por el pasillo de su casa, sumar el morbo y la urgencia del sexo inmediato con la comicidad -sus pantalones por los tobillos, mis botones obstinados en no dejarse desabrochar- de la improvisación. Ni siquiera hemos sido capaces de llegar a su cama, nos hemos conformado con caer como dos adolescentes en el sofá, en medio del salón, quizá porque el dormitorio quedaba demasiado lejos o porque los dos estábamos demasiado excitados como para prolongar el recorrido. Y mientras recorría cada centímetro de mi piel, no he tenido tiempo de volver a pensar si Armando era o no como yo lo recordaba, porque empujaba con fuerza, sin darme más opción que la de agarrarme a su cuerpo para seguir el ritmo endiablado de sus manos, de sus piernas -mucho mejor torneadas y fuertes de lo que imaginé-, de un cuerpo que disfrutaba coordinando -con tosquedad y eficacia- nuestra coreografía. Había algo de brutalidad controlada en sus gestos, hasta en las palabras -fuertes, sucias, necesarias- que ha deslizado en mis oídos mientras me penetraba con más furia que pasión. Yo no buscaba lo segundo, así que he disfrutado salvajemente de lo primero. Quizá porque no buscaba nada más. O quizá porque justo eso es lo que llevo años buscando sin saberlo.

No sé si voy a volver a verlo o no aunque, lo confieso, ahora mismo me encantaría poder hacerlo. Incluso puede que esta noche invite a Leo a una ración de sexo con la que, sin saberlo, me ayudará a apagar la ansiedad -¿deseo?- que me provoca el recuerdo del cuerpo de Armando sobre el mío.

Yo, por si acaso, ya lo he anotado en una nueva lista recién creada dentro de mi agenda. La lista se llama follamigos y, hasta la fecha, Armando es su único -y más destacado- miembro.

lunes, 4 de febrero de 2013

Afterwork

- ¿Por qué no te vienes?
- Tengo prisa, Lorena.
- ¿Y eso?

No ha sabido qué contestar. ¿Que tendría que haberle dicho? ¿Que siempre tengo prisa? ¿Que me paso la vida corriendo de un lado para otro ejerciendo de profesionalmadreesposa perfecta las veinticuatro horas del día? No, a Lorena no le puedo contar según qué cosas, porque entonces me suelta su discurso de lo bien que se ve la vida desde su atalaya de la independencia, y de lo realizada que se siente, y de lo maravilloso que es no tener a nadie invadiendo tu espacio. Y no digo que no sea cierto -ella sabrá, aunque de vez en cuando se le escape un mohín de envidia cuando se cruza con nosotros alguna pareja empalagosa-, pero tampoco es lo busco que me digan.

- Está bien... Solo un rato.
- Perfecto. Será divertido.

Y yo sabía que no iba a serlo, pero he querido creerme que sí. Así que he salido de la discográfica, he aguantado la mala cara de Alejo -mi jefe- cuando me ha visto salir a mi hora y después he soportado la voz de disgusto de Leo cuando le he pedido que se encargase él esta tarde de nuestro hijo.

- Tengo planes, Gaby.
- Ya, Leo. Y yo. Por eso te pido que hoy te ocupes de él tú.

Creo que ha soltado un joder antes del venga, un beso, pero tampoco me ha importado demasiado. Ya estaba convencida de que los gintonics con Lorena eran una idea estupenda y yo, una vez que me convenzo de algo, soy imparable. En fin, así me va...

El local al que me ha llevado para nuestra sesión de afterwork -¿por qué tenemos que bautizarlo todo con anglicismos estúpidos?- es un sitio de esos que se creen modernos y que, en realidad, son perfectamente vulgares. El gintonic, mediocre. Y la clientela, más. 

- No me dirás que no prefieres esto a seguir buscando rollos en internet.
- Yo no he dicho que esté buscando en internet.
- Dijiste que pensabas hacerlo.
- ¿Es que tú haces siempre lo piensas?
- Coño, Gaby, qué suspicaz estás, ¿no? Anda, relájate.

Pero no había forma de relajarse en esa marea de trajes y corbatas casi tan pretenciosos como el propio local. Trajes que querían ser italianos y corbatas que quisieron ser Hermès pero que se quedaron en Primark. Y no, no es que yo busque un alto ejecutivo, ni mucho menos, pero sí busco alguien que sea coherente, un poco -aunque solo sea un poco- genuino, alguien que sea real, no una jodida imitación -con o sin etiqueta de luxe- de otro alguien. 

Lo malo es que, en la hora y media que he pasado en ese bar, me he dado cuenta de que no importa demasiado qué busco. Lo que importa es que, de un tiempo a esta parte, nadie me busca a mí. Me he sentido, literalmente, invisible. Transparente en medio de esa marea humana de hombres que, estoy segura, buscaban más un polvo que una copa. Pero, por supuesto, las propuestas o, cuando menos, los intercambios verbales han ido a parar a las más jóvenes. Esas que todavía están en los treinta -asquerosamente seguras de sí mismas: ¿yo de verdad lo estuve alguna vez?- y que no se imaginan que a mis cuarenta y ocho se volverán mujeres invisibles, ajenas a ese mundo en el que todavía te invitan a una copa o, por lo menos, te sugieren compartirla.

- ¿A que te alegras de haber venido?

Pues no, Lorena, no. No me alegra haber comprobado que 1) no me interesa el mercado masculino (al menos, el disponible) y 2) yo tampoco le intereso nada a él. Para eso habría preferido tomarme mi copa de vino de cada tarde frente al portátil, sentada en mi salón mientras mi hijo finge que hace los deberes en su cuarto, distraída y chateando con alguien a quien puedo imaginar menos vulgar -sin traje, sin corbata, sin maletín- y sintiendo que, mientras que ese alguien no vea mi yo real, aún estoy a salvo. Aún existe la posibilidad de que ese sexo que imagino -y que cada día necesito un poco más- sí llegue a suceder. 

domingo, 3 de febrero de 2013

Malditos domingos

Lo único que me gusta del domingo es, básicamente, que se acaba. 

Que se acaba, sí, y que luego llega el lunes. Y el lunes significa madrugar, soltar a mi hijo -ese adolescente que gruñe cuando el volumen de su iPod le permite escucharme- en la puerta de su instituto, irme al trabajo, aguantar a mi compañera la trepa, a mi jefe el patán -por muchas ínfulas que tenga de gran productor musical- y creerme que hago algo interesante mientras me olvido de todo lo que suene a vida familiar

Los domingos, la vida familiar acabará matándome por sobredosis. Porque no basta con que sean el día más absurdo de la semana, no, también son el día de la comida en casa de mis suegros. O peor aún, como hoy, en casa de mi madre, esa mujer a la que no le lleva más de un par de frases recordarme lo imperfecta que soy, lo poco atenta que soy, lo pésima hija única que soy. Claro que el plan en casa de Leo tampoco mejora demasiado, aunque tenga más gracia sentirse un simple testigo de las trifulcas con su hermano Manu o aguantar las batallitas de su señor padre, que parece sacado del más aburrido de los episodios de Cuéntame.

- Pues vente conmigo, Gaby.
- ¿Contigo adónde, Jorge?
- A la Latina. No te imaginas cómo está los domingos. Hasta arriba.
- De gays.
- De todo.
- De todos los gays, querrás decir.
- ¿Y tú desde cuándo te has vuelto así de homófoba?
- No seas capullo.
- Hija, sí, la mayoría somos del gremio, pero no solo. También hay mucha amiga.
- Genial.

Sí, me gusta que mi mejor amigo me invite a una convención de gays y mariliendres. Y no porque no me lo pase bien -es más, a mí lo de ser mariliendre hasta me parece divertido y eso-, sino porque no me compensa inventarme una excusa para escaparme de la vida familiar si, al final, todo se va a resumir en ver cómo liga él, cómo tontea él y cómo termina consiguiendo algo él. Aquí, la que quiere empezar a conseguir algo de verdad, soy yo.

- Siempre hay algún hetero.
- Ya. Y seguro que los que hay, si es que los  hay, se vuelven locos por las tías de mi edad.
- Tú y yo tenemos la misma.
- Para vosotros es otra cosa.
- Eso es un tópico.
- Sí, Jorge, y la putada de los tópicos es que la mayoría suele ser verdad.
- Cada día estás más camionera, cielo.

Será el Badoo, que cualquier día se me acaba pegando hasta la desidia ortográfica y abandono la tilde. O será que me he embrutecido tras preguntarle a mi hijo cuatro veces la misma lección de Sociales, que digo yo que no debería ser tan complicado y que no sé si la culpa es del sistema, o es de sus profesores, o es de su libro de texto, o del volumen de su  maldito iPod, pero no acabo de entender que un chico de quince años necesite que yo le haga de niñera durante todo lo que dura el curso escolar, que cada vez que lo suspenden me sale un "Pero si nos lo sabíamos perfectamente" que revela hasta qué punto me estoy examinando de la ESO con él.

- Deberías venirte.
- Eso puedo hacerlo cualquier otro día.
- Allí no. La Sixta solo se pone así en domingo.
- Mi problema no es el lugar, Jorge. Mi problema es...
- ¿Cuál?
- Comemos esta semana, ¿vale? Así hablamos.
- No deberías chutarte tanto domingo familiar en vena.
- Me gusta vivir al límite, ya sabes.

Y sí, sí vivo al límite, y me quedo en casa haciendo los infinitos deberes de las infinitas asignaturas de mi hijo -no sé cómo coño sabe tan poco de todo con la cantidad de cosas que supuestamente estudia- y viendo cómo mi marido se sienta a tan solo unos metros de nosotros, ojeando el dominical, o mirando la televisión, o jugueteando con su iPad. No sé, sentado tan cerca de mí y, cada vez que lo miro, tan lejos.

En solo quince minutos cenaremos. Me aseguraré de que mi hijo prepara las cosas de mañana (¿lo sobreprotejo? ¿es eso?) y meteré algún capítulo de algo en el dvd para verlo con Leo. Él fingirá que le interesa y yo fingiré que lo miro mientras buceo en Twitter, o busco en Facebook o envío algún whatsapp. Compartiremos serie y espacio, pero no pensamientos. Y nos iremos a la cama con la apatía de casi siempre, sin un maldito polvo que haga que este domingo no sea tan olvidable.

Mañana, cuando suene el despertador, tendré la extraña sensación de que mi vida sí que vuelve a empezar y, aunque no me entusiasme que todo se repita -maldito seas Sísifo-, el lunes habrá evitado que el domingo acabe conmigo definitivamente. Al menos, de momento. 

jueves, 31 de enero de 2013

Errores fáciles (y apetecibles)

Lo de hoy ha sido un error. Sí, lo sé. No necesito que nadie me lo diga. Pero era un error demasiado fácil como para no cometerlo.

La culpa la ha tenido mi curiosidad, esa que me lleva -a pesar del tiempo que llevo en la discográfica- a seguir oyendo todas las maquetas que nos envían. La mayoría no son más que imitaciones del éxito del momento, pero a veces hay quien nos sorprende y hasta quien merecería ser producido y lanzado por nuestro sello, aunque Alejo -mi jefe- siempre mande a la mierda mis propuestas creativas y se quede solo con las que se ajustan a nuestro target (su palabra favorita).

Esta maqueta en cuestión no era nada del otro mundo, pero la foto que acompañaba el envío, sí que tenía algo especial. Y, como hace siglos que soy consciente de que no vendo música: vendo imagen, visualicé en ese chico de veintitantos la posibilidad de un posible fenómeno de fans. Algo con lo que plantar cara -y nunca mejor dicho- a la competencia.

El chico, que no se esperaba mi llamada, accedió a que comiésemos hoy juntos para hablar de su trabajo. Esperaba que aparecería con su agente, pero se encuentra tan verde en estas lides que todavía no tiene ninguno, así que he podido disfrutar, a solas, de su compañía...

Enseguida he notado que a él no le disgustaba la idea jugar conmigo. De lanzar frases ambiguas -bastante torpes, en realidad- con las que pretendía generar algo parecido a la seducción. A mí, sinceramente, casi me daba risa su ingenuidad, pero no podía dejar de mirar sus facciones -angulosas y varoniles-, su barba de tres días, su piel morena (me encantan los hombres con piel morena) y, cómo no, sus manos. Unas manos fuertes que prometían caricias y abrazos de alta intensidad.  Y a mí no hay nada que me excite tanto como unas manos capaces de sujetarme con la fuerza necesaria para que no me escape.

Él, consciente de que había dejado de escucharle a partir del segundo plato, se ha esmerado por forzar la postura de modo que la camisa marcara sus pectorales y ha flexionado, con un narcisismo absolutamente infantil, sus voluminosos brazos en más de una ocasión. No es que los chicos musculados me exciten especialmente -es más, los prefiero de formas algo más elegantes, que no menos viriles-, pero la idea de poseer a alguien que se ofrecía a mí por una simple cuestión de poder -el que yo tengo y el que él necesita- me ha resultado profundamente morbosa.

Era un error, desde luego. Porque ir a más podía interpretarse como abrirle una opción que, en realidad, no pienso darle. Sé que en la discográfica no están tan abiertos a los nuevos cantantes como yo lo estoy a los nuevos amantes. Pero también era algo que podía ocurrir allí y en ese mismo instante. Y él, eso lo sospechaba, se entregaría con furia, con la energía de esos veintitantos -joder, si es que casi le doblo la edad-, con la brutalidad con la que trataría de convencerme de que tengo que contratarle para poder seguir follándomelo.

He intentado evitarlo. Hasta he mandado un par de sms a Leo durante la comida con la esperanza de que me respondiera. De que el fantasma del matrimonio se interpusiera entre la fantasía erótica realizable -ejercer el poder y el sexo al mismo tiempo en un entorno absolutamente poco prudente- y la realidad sensata -abandonar el plan y comportarme como una mujer con los pies en la tierra.

Y no sé si ha sido la no respuesta de Leo, o la insistencia con la que mi acompañante rozaba mis piernas por debajo de la mesa, o la promesa de un cuerpo duro y firme contra el que restregarme y dejarme llevar durante unos minutos. No tengo claro cuál ha sido el desencadenante -¿acaso importa?-, pero sé que me he sorprendido yendo al baño. Lanzando una mirada con un calculado -y silencioso- sígueme. Sé que ha entrado -obediente- un par de minutos más tarde, que me ha subido hasta su cintura -que me ha excitado saber que, además de sumiso, también puede levantarme de un solo salto-, que me ha besado con una pasión abrupta donde no había más emoción que la sed de conseguir un éxito que yo no pienso darle. Y sé que me ha acabado apoyando contra la puerta del baño, bloqueándola, y que he sido yo quien le ha guiado en cada paso, quien ha decidido qué hacer con su sexo, quien se ha sentido dueña de su cuerpo, de cada centímetro de su piel, de lo que sucedía en ese mismo instante.

No ha sido un gran polvo. Se ha corrido demasiado deprisa y, aunque su erección de veinteañero daba para más, a mí me han faltado el tiempo y las ganas para repetir. No sé si he tenido, siquiera, un auténtico orgasmo. Pero sé que he seguido excitada durante toda la tarde. Que no he dejado de sentir ganas de revivir la escena. Que me ha gustado la idea de llevar otra vida más que sumar a la vida que ya vivo normalmente. Esa vida que me aburre, que no me sorprende, que quizá sea feliz pero que, hace tiempo, dejó de darme motivos para excitarme.

Ahora, sin embargo, cada vez que pienso en cómo me apretaba ese ambicioso cantante con sus muslos, en cómo empujaba con furia, en cómo conseguía mantenerme erguida sobre su cuerpo en una coreografía que tenía muy poco de sutileza y mucho de gimnástico, vuelvo a sentir algo que se parece mucho al deseo. O al morbo. O a las ganas de escribir este post para poder revivir cada segundo de esta comida en la que, sí, he abusado de mi posición, pero también él ha conseguido algo de placer a cambio. 

No voy a justificarme. Ni puedo ni creo que sea preciso. Sobre todo porque, tras esta primera vez, intuyo que una vez que he abierto esta puerta de las nuevas vidas, me va a ser muy difícil no sentir ganas de volver a cruzarla. 

Ya lo veremos.

miércoles, 30 de enero de 2013

Inventario de posibles amantes

Tengo tres posibles excusas:
- Una cena con las amigas (sé que Lorena me cubriría una mentira así)
- Un compromiso de trabajo (total, con tal de no cansarse escuchando sé que no preguntará demasiado por ello)
- Una visita a Jorge, que desde que rompió con Hugo me necesita más (como Jorge no le cae nada bien, Leo tampoco me propondrá venirse)

Cualquiera de ellas podría servir para esta noche si hubiera encontrado (premisa que todavía no se ha cumplido) un candidato con el que pasarla.

Fue Lorena la que me convenció de probar con la caza on line y fue también ella -que puestos a ser proactivas, es la reina de la jodida proactividad- quien me abrió un perfil con una de mis peores -y más borrosas fotos. En realidad, en esa foto puedo ser yo o cualquier otra, pero se ve que el género masculino -al menos, el género masculino 2.0- no es muy exigente con los jpg, porque cada día recibo una media de diez a quince mensajes -y no, no exagero- en mi perfil en cierta web de contactos cuyo nombre prefiero ahorrarme.

Mi perfil textual, sin embargo, no es nada ambiguo. Lo escribió Lorena después de una cena -esta sí fue cierta- en la que bromeamos con la idea. Y tengo que admitir que lo clavó. Deja bien claro que solo busco sexo. Que quiero amantes con un mínimo de imaginación. Que no me apetece compartir nada que no sea ese rato de placer. Y que, en el terreno de lo virtual, valoro muchísimo la ortografía. Acostarme con un tío que no sabe colocar bien una tilde no me pone nada.

Pues después de una semana en oferta -ya, ya sé que no es mucho tiempo-, aún no he conseguido un solo internauta que me excite lo bastante como para pasar del chat y meterme en su cama. Y lo de "su" cama es literal, porque mi casa me parece una pésima idea desde el punto de vista logístico. Tampoco es que la idea de irme a su piso me vuelva loca (¿no sería mejor dominar el territorio?, ¿y si me sale un tío raro o peligroso?), pero he pensado que no puedo seguir comportándome como "una Bovary" -como me llama Lorena, que recalca mucho lo del Bova-ry cada vez que lo dice- y he decidido que ya está bien de no follarme a ningún otro cibernauta por simple miedo. O por indecisión.

El problema es que hoy, por ejemplo, después de pensarme las excusas y hasta de redactar un correo a Leo -que hoy sale tarde del trabajo- para avisarle de mi urgente salida vespertina, no encuentro un solo mensaje en esa red social que me invite a dar un paso más. Y, como espero que esto del blog acabe ayudándome en el terreno práctico (que no todo va a ser leerme, guapas), aquí os dejo unas cuantas muestras para que me digáis, por favor, si soy yo la exigente o si hago bien ahorrándome encuentros con los autores de estos textos de tan elevada y variopinta literatura. 
Pues nada, aquí van, sin conservantes ni colorantes -o lo que es lo mismo, sin tocar ni una coma (en aquellos casos donde las han puesto, quiero decir)-, mis primeros pretendientes:

1. El cinéfilo:
Holaaaaaaaaaaa Gaby, 9 semanas y media?, las edades de lulú ?, Emanuelle?, Sexo en Nueva York?, La concubina,? Lucía y el sexo? Carne Tremulá?,Historia de O ?,La pasión turca?.......... todaaaaaaaaaas me gustaaaaaaaan y a ti?
Este, por lo que se ve, además de usar la A de su teclado compulsivamente, ha metido "erotismo + cine" en Google y le ha salido esto. Porque mezclar "Carne trémula" con "Historia de O" o "Sexo en Nueva York" (¿será la 1 o será la 2?) no tiene desperdicio.

2. El burócrata
Muy halagado por su muestra de interés hacia mi persona. Dispuesto a conocerla. Saludos.
Creo que, salvo Hacienda, nadie me ha escrito con mayor y más cordial formalidad.

3. El campechano
Hola buenas que tal estas
He aquí un ejemplar de esos que desconoce no ya la tilde, sino hasta la coma

4. El ludópata
Si juegas tus cartas jugamos juntos al juego que mas te guste. Jugar me pone ;)
Junto con la ignorancia de la bendita coma, un caudal de riqueza léxica sin precedentes. Un as jugando con las palabras, la verdad.

Conclusión:
Que digo yo que tampoco quiero follarme a Vargas Llosa, pero no estaría de más que supieran entrarle a una mujer con una frase mínimamente original y bien escrita. Para esto, sinceramente, prefiero un simple "¿Follamos?" al que lo mismo, si la foto es tan borrosa (o sugerente) como la mía, respondo que sí.

martes, 29 de enero de 2013

Asignaturas sexuales pendientes

Nunca he hecho un trío.
Nunca me he acostado con otra mujer.
Nunca he tomado parte en un intercambio de parejas.
Nunca he sido voyeur mientras mi pareja se besaba o restregaba con otra persona.
Nunca he compartido con mi marido los nombres ni los rostros de los hombres con los que fantaseo.
Y nunca he sido infiel.

De repente, tanto nunca me parece demasiado. Y no porque crea que es necesario ejecutar todo ese listado para tener una vida sexual completa, sino porque siento ganas de experimentar. No sé qué es lo que realmente quiero, pero sí tengo claro que, sea lo que sea, no se parece en nada a lo que tengo ahora mismo.

Un matrimonio de casi veinte años. Estable, supongo. Y feliz, a ratos. Tampoco tengo muy claro cómo definir esa felicidad. ¿Felicidad es que apenas discutimos? Sí, claro, porque apenas hablamos. Fagocitamos la televisión, interrogamos a nuestro hijo sobre su vida escolar, nos aburrimos mutua y sádicamente con detalles de nuestro trabajo, vamos al cine algún que otro domingo y follamos con tanta regularidad como rutina, en una mecánica que nos satisface por lo ensayado, pero no por lo novedoso.

No sé si es culpa de Leo. La verdad es que yo tampoco estoy imaginativa. Al menos, no con él. Con él me da pereza imaginar. Y, peor aún, me da pudor. Anoche quise proponerle algo -lo tenía en la cabeza, casi en la piel- pero al final le dejé que me penetrara con la misma precisión que de costumbre. Sin más ornamentos que los habituales preliminares -sabe dónde tocar mi cuerpo para que este responda como un acto reflejo- y sin más desenlace que un orgasmo entre cómodo y previsible. 

De repente, me resulta mucho más fácil hablar de mis fantasías con un desconocido. O hasta en este blog. Quizá necesito reinventarme y refugiarme en esa anonimia -sin nombres, sin datos, sin nada que no sea el deseo- para dar rienda suelta a lo que quiero hacer. Así que, libre de nombres y de ataduras, pienso que me gustaría que me acorralaran en el aseo de un bar y me masturbo imaginando que un tío de mi edad -solo un poco más joven- me impide el paso y me aprieta con fuerza contra la pared. Un tío capaz de levantarme hasta la altura justa como para hacérmelo allí mismo. En vertical y sin poesía. Sin falsas promesas. Sin ese lirismo estúpido con el que me han desengañado en tantas ocasiones.

No sé si voy a conseguir lo que busco. En parte, porque tampoco sé muy bien qué estoy buscando. Y sobre todo, porque puede que si lo encuentro, tampoco eso sea la solución a lo que realmente me sucede...

Y qué más da. Por lo menos, voy a intentar probarlo.

¿Un polvo o un café?

- Demasiado directa.

Así, con dos palabras, ha resumido Jorge mi historia con Santi. (Los nombres en este blog, por supuesto, son falsos: no me apetece que mi entorno directo se entere de lo que cuento por aquí. Y ahora, sigamos)

Santi (nombre falso, recuerden) es un compañero de la discográfica. Vive en Valencia, pero le han hecho un macrocontrato impresionante -es uno de esos fichajes estrella que las empresas no se molestan en explicarle a nadie- y vive de lunes a jueves en un apartamento muy cerca de mi casa. Los viernes coge el AVE y se marcha a ver a su mujer, con la que tiene tres -sí, tres- hijos de diferentes y divertidísimas edades (12, 13 y 15: todo un festival adolescente).

A mí, Santi me atrae desde que lo conozco. No es que me vuelva loca, pero como tampoco tengo mucho hombre en el que fijarme en mi entorno más cercano, admito que este, al menos, se sale de la media. Ni es rancio, como la mayoría de mis compañeros de trabajo; ni es gay, como la mayoría de los artistas con los que trabajo; ni es alguien conocido por mi pareja, como todo nuestro entorno de amigos. No, este es un tipo de mi edad, interesante y que se cuida -canoso, uno ochenta, con los ojos muy verdes-, uno de esos tíos que -pensé- podría ser un estupendo follamigo.

- Vas muy rápido, Gaby.

Me jode que Jorge me hable así. Él, que se pasa el día enganchado al puto Grindr -si no saben lo que es, dejen su duda en comentarios y se lo explico en el próximo post: yo tampoco lo conocía hasta que Jorge me habló de él. Pues eso, que fue Jorge, que lleva años follándose a cuanto tío le apetece, quien me decía que yo iba muy deprisa. ¿Y por qué no? ¿No se supone que estamos todos en una sociedad moderna, y liberada, y abierta, y sin prejuicios, y....?

Podría poner más adjetivos, sí, pero me temo que serían todos falsos. Porque después del tonteo con Santi durante semanas -que si un email por aquí, que si un whatsapp por allá, que si un guiño en la máquina del café-, me decidí a lanzarme. Podría haber hecho lo de siempre -esperar a que fuera él quien hiciera algo o, peor aún, cansarme de esperar para comprobar que este tampoco se atrevía a hacerme nada-, pero esta vez he preferido probar suerte y dar el primer paso. Total, él está como yo: casado (lo de "felizmente" me lo ahorro) y con hijos. No creo que tenga ganas de complicarse más la vida, ni de meterse en una historia paralela. Yo no quiero historias paralelas. Yo quiero polvos coincidentes. Y lo nuestro era fácil: vivimos cerca, así que podíamos encontrar un momento en medio de la tarde para follar a gusto.

- Hablas como una camionera, cielo.

Y eso lo dice Jorge, el mismo que dice unas barbaridades alucinantes sobre sí mismo cuando liga en el dichoso Grindr (vale, prometido, el próximo día se lo explico). Pero no le gusta cuando lo digo yo. Porque dice que parezco una tía que habla como un tío (¿el vocabulario sexual es exclusivo de los hombres?, hay que joderse) y que debería controlarme un poco más. Y fingir mucho más. 

- Ya finjo bastantes horas en mi trabajo, cariño. Y en mi matrimonio. No quiero tener un amante para seguir fingiendo más.

Ahí Jorge asiente, claro, porque llevo razón. Así que, supongo que envalentonada por esta instructiva charla, decido mandarle un whatsapp a Santi:

"Qtal la tarde, Santi?"
"Bien... Y tú?"
"Aburrida"
"Por el trabajo?"
"Por lo que me espera fuera!
"Y q te espera?"
"Nada. Leo se va con el crío al cine"
"Y tú no?"
"Yo prefiero un rato para mí..."
"Y q vas a hacer?"
Lanzado, lo que se dice lanzado, no es.
"No sé... Alguna sugerencia?"
Ahí era cuando esperaba su reacción. Su movimiento definitivo. Su...
"Un café?"
Mierda. Un café... Dos meses tonteando. Le digo que estoy sola toda la tarde y él me ofrece ¡un café!
"Y así charlamos"
¿Charlamos? Ya charlamos bastantes horas en la oficina. No quiero charlar más. No quiero hablar de nada. Solo quiero que me meta en su cama. Que pasemos un buen rato juntos. Que destroce mis sábanas.
"Podemos saltarnos el café."
"Y por qué otra cosa lo cambiamos?"
"Por un buen polvo?"
Se supone que debería haber sonado excitante y morboso. Pero no ha sido así.
"Gaby, yo..."
Ahí ha estado escribiendo y borrando un buen rato.
"Mejor lo dejamos. Creo q te he dado una impresión equivocada"
Y sí, él me ha dado una impresión muy equivocada. Creí que era un tío con carácter y ha resultado ser un mediocre más. 

- Demasiado directa.

Puede que Jorge tenga razón en eso. Pero no pienso dársela. Porque estoy harta de morderme la lengua para que ellos se crean siempre que tienen el control. Y porque, además, no quiero quedar con hombres para tomar café. Quiero quedar con ellos para que se limiten a hacerme el amor. El café ya lo tomo, cuando quiero y me apetece, con mis amigas.

lunes, 28 de enero de 2013

Esto no va de amor

Empezaré por el principio y, como la vida familiar -que si la cena, que si los deberes de mi hijo, que si fingir que hablamos mientras fagocitamos series como locos- no me deja mucho tiempo, trataré de ser clara y sintética:

1. Este blog jamás estuvo en mis planes. Como no lo estuvo escribir una novela sobre mi vida. Ni desnudarme en público a través de Twitter. Pero primero vino el libro. Y luego los followers (no los llamo seguidores porque eso les quita mucho encanto). Y ahora, por culpa de esos followers, este blog. Así que, si alguien se siente ofendido o molesto por lo que escriba en él, que les culpe a ellos. Yo me limito a cumplir con mi público que, para una vez que tengo alguno, no pienso desaprovecharlo. 

2. Sí, salgo de una novela. Y no, no soy ficción. Así que si van a estar torturándose pensando en si existo o dejo de existir, mejor cambien de blog. Aquí contaré -e inventaré, igual que hacen ustedes- cuanto vivo y, por supuesto, lo haré desde el anonimato más absoluto, porque no creo que mi entorno más cercano -marido e hijo incluidos- se alegren de conocer mis andanzas sexuales. Aunque, a ratos, dudo de si ello no sería un revulsivo para salir de esta vida tan anodina que llevamos los tres... Sea como sea, comenten y pregunten cuanto les apetezca. Y yo contestaré lo que me plazca.

3. Por si no se han fijado en el título del blog, esto no va de amor. Ni es uno de esos sitios llenos de grandes frases superfilosóficas que te cambian la vida. Este blog es sobre lo que me pasa y sobre los hombres con los que me encuentro. Sobre los tíos que no saben seguirme una conversación mínimamente inteligente en el Badoo -lo de las tildes ya ni lo menciono- o sobre las decepciones que me llevo antes, durante y después de pasar por ciertas camas.

Por eso mi nick, y por eso el título del blog, porque ahora mismo no estoy buscando a nadie que me prometa amor eterno -he tenido casi veinte años de matrimonio basados en esa promesa-, sino hombres que se asuman tan imperfectos como me asumo yo. Hombres que no me idolatren, que no me reinventen, que no prometan nada y que lo que den -sea mucho o poco- lo den con toda la rotundidad posible.

De momento, si conocen a alguien que no se escandalice de que una mujer de mi edad -sí, son 48 y me siento muy joven, ¿algún problema?- busque tan solo sexo. Sexo sin más emoción que la del propio cuerpo, lejos de paranoias sentimentales que, en realidad, no conducen a ninguna parte. Porque puede que tenga que volver a enamorarme -tampoco me cierro a eso, la verdad-, pero si lo hago, no será como lo he hecho hasta ahora.

Hay errores que ni siquiera yo estoy dispuesta a repetir.