lunes, 11 de febrero de 2013

Usos (eróticos) de Twitter

No sé por qué empecé a tuitear. Es más, ni siquiera sé cómo empecé a hacerlo.

- Es fácil.
- ¿Tú crees, Lorena?
- Hija, que sí. ¿En la discográfica no lo hacéis todos?
- Hay un community manager solo para eso.
- Tienes que abrirte un perfil y probarlo, Gaby. Es divertido.
- No sé por qué, pero dudo mucho que lo sea.

Y lo seguí dudando al principio, hasta que me di cuenta de que aquello que yo escribía sí que era leído y se convertía en un cauce de comunicación con más gente -en realidad, con más avatares: ¿alguien sabe de veras quiénes somos?- en una vorágine creciente que, a su vez, tuvo la culpa del nacimiento de este blog. Supongo que mi anonimia tuitera -porque no soy de las que da su nombre real en la red: eso limitaría mis confesiones- me permite ahorrarme un psicólogo y compartir mis obsesiones, deseos, fantasías y reflexiones con quienes, para mi sorpresa, tienen algo en común conmigo.

Lo que no sabía es que el consejo de Lorena tendría, además, otro tipo de consecuencias. Consecuencias como la de recibir mensajes directos -MD o DM, que nunca sé cómo tengo que llamarlos- de alguien que, solo por sus palabras, ha conseguido intrigarme.

Como yo, no tiene una foto nítida de sí mismo y, desde luego, dudo que su nick sea su nombre real. Pero eso, precisamente eso, forma parte de su magnetismo. No ha usado los halagos convencionales ni -gracias: estoy cansada de tanto circunloquio- ha dado rodeos para camuflar sus intenciones. Creo que las suyas son tan físicas como las mías, aunque sigamos empleando palabras como café o copa cuando queremos decir sudor y sábanas. Eso no importa. El código de la seducción es tan evidente que no se necesita traducción simultánea.

De momento solo tenemos un nutrido intercambio de mensajes y, en mi caso, el miedo de que tanta excitación tuitera -¿esto no es la versión 2.0 de la novela epistolar de toda la vida...?- se quede en nada cuando nos conozcamos. Porque quizá él no me imagine como soy o quizá yo le invento ahora como no es.

El caso es que, después de nuestra conversación, hasta he sentido ganas de acostarme con Leo. Y no porque hubiera más o menos deseo que otras noches -esa palabra hace siglos que murió entre nosotros-, sino porque necesitaba ahogar las ganas que se habían quedado insatisfechas mientras me escribía con mi internauta. "El de los lunes, no me olvides", eso ha escrito. Y a mí, esa idea de tener a alguien al otro lado dispuesto a excitarme para que mis lunes dejen de serlo me ha resultado tan morbosa como apetecible.

El sexo con Leo, la verdad, ha resultado tan rutinario y mecánico como de costumbre, pero imaginarlo con otra identidad diferente a la suya ha conseguido que mi orgasmo no fuera tan tímido, sino un poco más salvaje y, sobre todo, algo menos organizado y previsible. 

No sé qué será lo siguiente. Ni qué le propondré "al de los lunes". Pero es la primera vez que siento que me produce un intenso morbo algo que no deja de ser sencillamente virtual. Y no es que me conforme con el sexo on line, es que empiezo a creer que no me disgusta sumarlo -como un juego más- a la lista de sexos posibles. Y de fantasías necesarias.

Al menos, hasta que deje de suceder en la pantalla y empiece a suceder en una cama. Pero eso, supongo, vendrá después de algún que otro tuit más. Y hasta tendrá -si el sexo es lo suficientemente bueno- su propio hashtag.

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